204 años le contemplan

Por Salesianos Cuba

Su nacimiento
Juan Bosco nació en los Becchi el 16 de agosto de 1815 en una familia de campesinos. Los Becchi son un puñado de casas a medio camino entre Capriglio y Castelnuovo d’Asti, en Italia.

El padre de Juan se llamaba Francisco Bosco y la madre Margarita Occhiena. Francisco se había casado con Margarita después de quedar viudo con un niño, el pequeño Antonio. La pareja tuvo dos hijos: José y Juan.

Huérfano de padre
Juanito tenía apenas dos años cuando su padre muere a causa de una pulmonía. Según él mismo este es el primer recuerdo de su vida: todos salían del cuarto donde Francisco acababa de fallecer y él no quería moverse. Entonces la mamá le dijo:
–    Ven conmigo, Juan –. Pero él contestó:
–    Si no viene papá, yo no vengo –. Y dijo Margarita:
–    Pobre hijo, ¡tú ya no tienes papá!
Y juntos lloraron largo rato.

Mamá Margarita se encontró cabeza de familia a los veintinueve años. Sola, tuvo que cuidar a la anciana madre de Francisco, a Antonio y a los pequeños José y Juan. Sin dar cabida al desaliento, se arremangó y comenzó a trabajar.

Tantas cosas que hacer
La vida en los Becchi era bastante dura: por la mañana había que ir a trabajar en el campo, cortar la hierba, arar el terreno, sembrar y recoger el trigo. La viña, además, exigía muchos cuidados, especialmente en el tiempo de la vendimia. ¡Pero no solo eso! Había que  pensar en la casa, en la cocina, el lavado de ropa, ir al pozo por agua y, además, cuidar de los animales y del establo. Así crecía Juanito, ayudando a su madre como podía. Cuando todavía no era fuerte para trabajar la tierra como hacía Antonio, con José llevaba los animales al potrero y, entre una y otra ida, jugaba en los  prados y atendía a las demás tareas.

Las veces que iba solo, llevaba en un bultico una suave tajada de pan de harina de trigo: su merienda. En los potreros lo esperaba un amigo suyo, el cual como merienda tenía una tajada de pan negro, pesado y duro, hecho con harina de maíz y centeno, ciertamente no muy bueno.
Un día Juan pasó al compañero su tajada de óptimo pan blanco, diciendo:
–     Toma, es tuya.
–    ¿Y tú? – replicó el niño.
–    Prefiero tu pan negro.

Con frecuencia encontraba a los amigos de las granjas cercanas, no todos muchachos muy de fiar: algunos decían malas palabras y se portaban prepotentes. Jugaban a un juego llamado «lipa», parecido en algo al baseball de hoy. Después de uno de esos encuentros, volvió a casa con el rostro que chorreaba sangre: un proyectil de madera lo había golpeado en la cara. Mamá Margarita se preocupó y, mientras lo curaba, le dijo:
–     El día menos pensado vuelves a casa con un ojo arruinado. ¿Por qué vas con esos chicos? Lo sabes que algunos son poco recomendables.
–     Si es para darte gusto, no voy más. Pero mira, cuando estoy yo, se portan mejor.
Mamá Margarita suspiró y lo dejó ir.

No hay que olvidarse de rezarle al Señor
Cuando en las noches de verano Margarita y los hijos se encontraban al aire libre para conversar un rato, la buena mamá decía:
–     Es Dios quien ha creado el mundo y colocado allá arriba tantas estrellas. Si es tan bello el firmamento, ¿qué cosa será el Paraíso?

Si por el contrario se desataba una tormenta, y truenos y relámpagos asustaban a todos, Margarita los tranquilizaba así:
–     ¡Cuán poderoso es el Señor! ¿Quién podrá resistirle? ¡No cometamos pecados!

Juanito escuchaba, y aprendía de los labios de la madre a respetar al Señor. En esa casa a mediodía se interrumpía toda tarea para rezar el Ángelus, tres veces al día saludaban juntos a la madre de Dios. Por la mañana, por la noche y antes de comer se rezaba. Cuando los hijos iban a los prados cercanos para jugar, la mamá recomendaba constantemente:
–     ¡Recordad que Dios os ve y que lee también vuestros pensamientos!

Juanito de ello se recordaba y, aunque a veces armara alguno de sus líos, nunca dejaba de agradecer al Señor. Llegado a ser Don Bosco, contará: “Cuando era todavía muy pequeño, mi madre me enseñó las primeras oraciones. En cuanto fui capaz de unirme a mis hermanos, me hacía arrodillar con ellos mañana y noche. Recuerdo que fue ella quien me preparó a la primera confesión”.

Un sueño que cambia la vida
La vida del pequeño Juan sigue tranquila entre trabajo, un poco de escuela y oración. Una noche, diversa de todas las demás, tiene un sueño muy raro. Lo contará él mismo algunos años más tarde:
“A los nueve años tuve un sueño que me quedó profundamente impreso en la mente por toda la vida. En el sueño me pareció hallarme cerca de casa, en un patio muy grande, donde estaba reunido un gran número de muchachos que jugaban. Algunos reían, no pocos blasfemaban. Al escuchar esas blasfemias me eché en seguida en medio de ellos, con golpes y palabras para hacerlos callar.
En ese momento apareció un Hombre encantador, vestido noblemente. El rostro era tan luminoso que no podía mirarlo. Me llamó por mi nombre y me dijo:
–    No con los golpes, sino con la paciencia y la bondad deberás conquistar a estos amigos tuyos. Explica inmediatamente a estos muchachos lo feo que es vivir en el  pecado y cómo por el contrario es hermoso vivir en la amistad con Dios.
Confundido y espantado contesté que yo era un chico pobre e ignorante. En ese momento los muchachos, interrumpiendo las peleas y la bulla, se reunieron todos alrededor de ese Hombre que hablaba. Casi sin darme cuenta de lo que estaba diciendo, pregunté:
–     ¿Quién es usted, que me ordena cosas para mí imposibles?
–     Yo soy el Hijo de esa Señora que tu madre te ha enseñado a saludar tres veces al día. Mi nombre pregúntaselo a mi Madre.
En ese momento apareció junto a él una mujer de aspecto majestuoso, revestida de un manto que resplandecía como el sol. Viéndome confundido, me hizo seña de acercarme, me tomó con bondad de la mano y me dijo:
–     ¡Mira!
Mirando me di cuenta que esos muchachos habían huido todos; en su lugar apareció un gran número de cabritos, de perros, de gatos, de osos y varios otros animales.
–     He aquí tu campo, he aquí donde tendrás que trabajar. Hazte humilde, fuerte y robusto: y lo que en este momento ves que les pasa a estos animales, tú lo harás para mis hijos.
Volví entonces la mirada, y he aquí: en vez de animales feroces aparecieron otros tantos dóciles corderos, que brincaban y corrían balando, como para hacer fiesta, en torno de ese Hombre y de esa Señora.
En ese punto, siempre en el sueño, rompí a llorar, y rogué a esa Señora que me hablara en forma clara, porque yo no comprendía nada de lo que me decía. Entonces me puso la mano sobre la cabeza y me dijo:
–    A su tiempo todo lo comprenderás.
Acababa de pronunciar estas palabras cuando un ruido me despertó y todo desapareció. Yo quedé aturdido. Me  parecía tener las manos que me dolían por los puñetazos que había dado y la cara me quemara por los bofetones recibidos de esos malos muchachos”.
Al despertar Juanito saltó de la cama, rezó una breve oración y bajó corriendo a la cocina, donde se encontraban ya su madre, la abuela y los hermanos José y Antonio. No logró aguantar mucho: acabó por contar el sueño, con pelos y señales. Sus hermanos, naturalmente, rompieron a reír:
–     ¡Serás guardián de borregos! – dijo José.
–    ¡O jefe de bandidos! – dijo Antonio para hacerlo rabiar.
Mamá Margarita, por el contrario, se puso seria. Miró a su niño inteligente y generoso, y dijo:
–    Quién sabe que un día no llegues a sacerdote.
Mas la abuela, dando un golpe en el suelo con su bastón, refunfuñó impaciente:
–    Los sueños son sueños, no hay que prestarles fe. Y ahora, a  desayunar.

¡Quiero estudiar!
Juan hubiera querido dejar la cosa, pero no era tan sencillo hacerlo. Las palabras de la madre volvían a su mente, de una forma o de otra lo que ella decía resultaba verdad siempre. Después de pensarlo mucho tomó una decisión:
–    ¡Quiero estudiar para hacerme sacerdote!

Entre una tarea y otra comienza a tomar en las manos algunos libros. Había terminado solo la segunda clase elemental, como era tradición en su tierra, porque Antonio no había querido que siguiera estudiando:
–    No hace falta -decía- es suficiente que sepa leer y contar.

Varias veces el hermano mayor, viéndolo con el libro en la mano durante las pausas del trabajo, lo retó solemnemente, en ocasiones usó hasta golpes, como si las palabras no bastaran. Juan, por su lado, a veces contestaba, otras aguantaba en silencio; pero seguía adelante, tratando que no lo vieran. Margarita hacia lo posible para mediar y convencer a Antonio que lo dejara estudiar, pero no era ciertamente fácil; por otro lado también él traía dinero a casa.

El pequeño juglar de Dios
En todas estas dificultades, Juanito volvía a pensar en el sueño y ello lo animaba a seguir muy comprometido. Conocía a varios muchachos parecidos a los contemplados en esa ocasión: vivían en las casas cercanas y en las granjas diseminadas en los campos. Algunos eran buenos; otros, prepotentes, ignorantes y blasfemos, realidad por la que él mismo había pagado jugando la lipa… No pocos ya eran amigos suyos, y Juanito quería hacer algo más por ellos.

Se le ocurrió una idea durante una fiesta de pueblo. Decidió “estudiar” los trucos de los prestidigitadores y los secretos de los equilibristas. Pagó dos centavos para tener un puesto de primera fila en los barracones. Esa plata se la había pedido a la madre, pero ella le había dicho:
–    Arréglate como quieras pero no me pidas dinero, porque lo que tenemos es poco.
Obedeció como siempre: atrapó pájaros y los vendió, fabricó canastos y jaulas y los contrató con los ambulantes, recogió yerbas medicinales y las llevó a la farmacia de Castelnuovo… hasta alcanzar la suma deseada.
En casa practicaba a caminar sobre la cuerda, a sacar un pollo vivo de la olla que había hervido sobre el fuego… Hicieron falta varios meses de ejercicios, de constancia, de caídas de la cuerda, de carcajadas de los hermanos, ¡pero al final el espectáculo estuvo listo! Llamó a sus amigos, pero no pidió dinero para la exhibición: quería solo que durante el intervalo rezaran con él y escucharan el sermón del domingo que él había aprendido con atención en la iglesia. Con frecuencia contaba también alguna historia edificante que había leído en alguno de sus libros.

Aunque no siempre los encuentros terminaban felizmente… Un día Antonio llegó de los campos cuando iban por la mitad. Lanzó a tierra la azada que llevaba al hombro  y gritó, enfurecido:
–     ¡He aquí al payaso! ¡Al perezoso! Yo me rompo los huesos en el campo, ¡y él aquí, de charlatán!

Lejos de casa
Llegó el momento en que la situación con Antonio empeoró: por haber colocado un libro sobre la mesa de la cocina, Juan se llevó una lluvia de bofetadas. Era imposible seguir así. Una mañana de febrero mamá Margarita tomó la decisión más dura de su vida:
–     Es mejor que te vayas de casa. Uno de estos días Antonio podría hacerte daño.
Le indicó algunas granjas donde habría podido trabajar como criado y, colocándole un atadito bajo el brazo, lo despidió con tristeza. Juan llegó a la granja Moglia. Un instante en silencio para darse ánimo, luego entró. Al comienzo el Señor Moglia no quería asumirlo, pero después la Señora Dorotea, esposa del dueño, se conmovió y convenció al esposo.

Juan se dedicó a fondo, para no ser despedido: trabajaba del amanecer hasta bien avanzada la tarde. Después, cuando los demás iban a dormir, encendía una vela y seguía leyendo los libros que le había prestado su maestro de escuela, Don Lacqua. También mientras guiaba los bueyes que araban era capaz de tener un libro en la mano. El viejo José, tío de Luis, volviendo sudado de los campos, vio a Juancito que, al mediodía, se arrodillaba para rezar el Ángelus:
–    Pero, ¡qué bien! Nosotros los dueños trabajamos y bregamos, y el criado reza en santa paz.
–    Cuando hay que trabajar, usted lo sabe, no doy pie atrás. Pero mi madre me ha enseñado que, si rezamos, de dos granos nacen cuatro espigas; si por el contrario no lo hacemos, de cuatro granos nacen solo dos espigas. Por tanto es mejor que rece un poco también usted.

En noviembre de 1829 fue a verlo el tío Miguel, hermano de su madre:
–    Entonces, Juan, ¿estás contento?
–    No. Me tratan bien, pero yo quiero estudiar, y ya he cumplido 14 años.
El tío Miguel lo llevó nuevamente a casa. Antonio se irritó por esa decisión pero, después de una viva discusión, aceptó los estudios de Juan, con tal que no le tocara pagarlos también a él.

Don Calosso, un padre espiritual
Mientras tanto, en septiembre de 1829, se había establecido en Morialdo el capellán Don Juan Calosso, un anciano sacerdote de 70 años, muy afable y paterno. Juan acababa de volver a casa cuando, en el mes de noviembre, se predicaron en Buttigliera unas misiones y él fue a escucharlas, también para poder repetir luego algo de los sermones a sus amigos.

En el grupo que una noche regresaba de la misión venía caminando Don Calosso el cual, con grande sorpresa de Juan, se le acercó:
–    ¿De dónde eres, hijo mío?
–    De los Becchi. Estuve en el sermón de los misioneros.
–    ¡Quién sabe lo que has comprendido con todas esas citas en latín! Tal vez tu mamá te habría podido hacer un sermón mejor.
–    Es cierto, mi madre con frecuencia me hace buenos sermones. Pero me parece haber comprendido también a los misioneros.
–    ¡Bravo!  Entonces hagamos así: si me dices cuatro palabras del sermón de hoy, te regalo veinte centavos.
Juan comenzó a repetirle al capellán todo el sermón, como si leyera un libro. Don Calosso quedó pasmado y preguntó:
–    ¿Cómo te llamas?
–    Juan Bosco. Mi padre ha muerto cuando yo era todavía niño.
–    ¿Qué clase has terminado?
–    Aprendí a leer y a escribir Don Lacqua, en Capriglio. Me gustaría seguir estudiando, pero mi hermano mayor no quiere saber de eso, y los párrocos de Castelnuovo y de Buttigliera no tienen tiempo para ayudarme.
–    ¿Y para qué quisieras estudiar?
–    Para llegar a sacerdote.
–    Dile a tu mamá que venga a Morialdo a verme. Tal vez yo pueda echarte una mano, aunque sea viejo.

Margarita no perdió tiempo y fue a hablar con Don Calosso. Decidieron que durante el día Juan viviera en la casa cural, donde habría podido más fácilmente seguir las lecciones, hacer las tareas y estudiar. Don Bosco mismo dirá: “Me puse inmediatamente en las manos de Don Calosso. Le hice conocer todo mí mismo, le conté toda palabra, todo pensamiento. Aprendí entonces lo que significa tener un guía fijo, un amigo fiel del alma que hasta ese momento me había faltado. Me animó a frecuentar la confesión y la comunión, y me enseñó a hacer cada día una breve meditación. Nadie puede imaginar mi felicidad. Amaba a Don Calosso como un padre, lo servía con gusto en todo. Ese hombre de Dios me quería realmente”.

Don Calosso se va
Juanito estaba feliz, finalmente podía hacer lo que siempre había deseado. Además había dado con el padre que no había tenido nunca, aunque mamá Margarita no le hubiera dejado faltar nada jamás. Pero un día el anciano sacerdote le encargó un recado donde algunos parientes. No acababa de poner los pies en casa cuando vio llegar a alguien que le dijo con ansia:
–    ¡Pronto, Juan, vuelve inmediatamente donde Don Calosso! Se ha sentido muy mal y quiere verte en seguida.
Se precipitó hacia la casa cural donde lo encontró moribundo en cama, a tiempo para sonreírle una última vez: pocas horas de agonía y murió.

La partida de Don Calosso fue un durísimo golpe que Juan no lograba superar. Lloraba continuamente y nadie podía consolarlo. Mamá Margarita decidió mandarlo por algún tiempo de vacaciones donde los abuelos, pero al regreso habría debido recomenzar a trabajar, Antonio había sido muy explícito al respecto. En este período Juan contó que había tenido otro sueño: “Vi a una persona que me reprochaba severamente, porque desalentarse en semejante forma significaba tener más confianza en un hombre que en Dios”.

¡Finalmente libre!
Margarita dio con la mejor solución: dividir los bienes entre Antonio y los demás miembros de la familia. Hacían falta largos trámites, pero valía la pena. Juan pudo sentirse finalmente libre de estudiar y, en la navidad de 1930, ingresó a la escuela pública de Castelnuovo. ¡Tenía 15 años! Había trabajado y sufrido y se preparaba para esmerarse aún más en los años de su juventud.

Fuente: Salesianos Cuba