Lecturas refrescantes para jóvenes en tiempo de verano. 

Por José Miguel Burgui (Salesiano de Don Bosco). 

Obra de Bruno Ferrero, sacerdote salesiano, escritor; estaba siempre alegre, nació en en el Piamote en 1946 (Itaia) siemre se dedicó a la educación de los jóvenes y a escribir. Una obra suya es: Cuentos para el alma. Por los cuentos que presenta es bien conocido. Escribió muchos libros sobre el tema de la familia y la educación de los hijos. Dio muchas charlas sobre la educación del niño y los padres con historias breves, con mensajes sencillos y cargados de bondad y optimismo para saborearlos sin prisas. Aquí ofrecemos uno de ellos.

En un jardín con flores de todo tipo crecía, precisamente en el centro, una planta sin nombre. Era fuerte, pero sin gracia, con flores de estopa y sin aroma. Para las plantas nobles del jardín no era más que un yerbajo, y no le dirigían la palabra.

Pero la planta sin nombre tenía un corazón benigno y cargado de ideales.

Cuando los primeros rayos del sol acariciaban por la mañana la tierra y se divertían con las gotas de rocío haciendo que parecieran refulgentes diamantes en las camelias y rubíes y zafiros en las rosas, las otras plantas se estiraban perezosas.

En cambio, la planta sin nombre no se perdía ni un rayo de sol. Se los sorbía uno tras otro. Transformaba toda la luz del sol en fuerza vital, en azúcar. Tanto que, al poco tiempo, su fuste, que al principio era raquítico y débil, se había hecho un estupendo tronco robusto y firme de dos metros de altura.

Las otras plantas del jardín comenzaron a tenerle cierto respeto y, también, un poco de envidia.

“Aquel larguirucho está loco”, murmuraban las dalias y las margaritas.

La planta sin nombre no daba importancia a sus cuchicheos. Tenía un plan: si el sol se movía en el cielo, ella lo seguiría para no perderse ni uno de sus rayos.

No podía salirse del suelo, pero era capaz de girar su fuste al unísono del sol.

Así nunca se dejarían uno a otro.

Las primeras en darse cuenta fueron las hortensias que, como se sabe, son murmuradoras y comadres. “¡Está enamorado del sol!”, cotorreaban a los cuatro vientos.

“¡Está enamorado!”, decían sonriendo maliciosamente los tulipanes. “¡Qué romántico!”, comentaban púdicamente las violetas.

La maravilla llegó al colmo, cuando en lo más alto del fuste de la planta sin nombre, apareció una magnífica flor circular que en todo se parecía al sol. Era grande, redonda, con una circunferencia de pétalos amarillos, un espléndido amarillo de oro, cálido y acogedor. Y aquella faz redonda continuaba siguiendo al sol en su caminar por el cielo.

Por eso, los claveles le pusieron el mote de “girasol”.

Lo hicieron para reírse de él, pero gustó a todos, incluido el propio interesado.

Desde aquel momento, cuando alguien le preguntaba por su nombre, respondía con orgullo: “Me llamo girasol”.

Pero las rosas, hortensias y dalias no dejaban de cuchichear sobre lo que, para ellas, era una rareza que ocultaba mucho orgullo o, peor todavía, algún sentimiento poco claro. Fueron las bocas de león, las flores más valientes del jardín, quienes hablaron directamente al girasol.

”¿Por qué miras siempre a lo alto y no te dignas volver tus ojos hacia nosotras? ¡Nosotras somos tan plantas como tú!”, gritaron las bocas de león para hacerse oír.

“Amigas”, respondió el girasol, “estoy muy contento de vivir entre vosotras, pero me gusta el sol. Él es mi vida y no puedo apartar mis ojos de él. Lo sigo en su camino. Le quiero tanto, que ya creo que me parezco un poco a él. ¡Paciencia! El sol es mi vida y yo vivo por él…”

Como cualquier persona de bien, el girasol hablaba sin miedo, y lo oyeron todas las flores del jardín. Y las flores en el fondo de su pequeño corazón, aromático corazón, sintieron admiración por el “enamorado del sol, por el girasol”.